martes, 10 de noviembre de 2015

BRIGANTI, UN CUENTO/ 5.La escena de la pelirroja y el Chamamé.






En el Chamamé conocí a Barthes. Iba acompañado de una muchacha de teñido pelo rojo y cortado en forma de un prominente hongo, a la que presentó como su amiga. Supe de inmediato que era de verdad su amiga, y no su novia con solo darle la mano: parecía un trapo de terciopelo. Aún no tengo claro si me enamoré de inmediato o si fue en el transcurso de la noche, después de verle fumar uno de su cigarrillo con ese delicado refinamiento francés que aún me saliva. Me dijo que era hijo de doctor, y que su madre había muerto en el Mediterráneo, en un naufragio. Que por el momento se dedicaba a la fotografía y que Nitza —la pelirroja— era su modelo. Le contesté que Nitza no era lo que se llamaría el prototipo de una “modelo”, y luego agregué —de lo cual aún me arrepiento—: «se parece a un canario con regla[1].» Se rio de mi comentario y con suavidad buscó en el bolsillo de su chaqueta unas fotos. Eran de la sesión de aquel día. Me regaló una, que aún conservo. Aparece el rostro de Nitza en sepia dando vuelta su cabeza, con naturalidad, hacia el objetivo —me imagino a Barthes llamarla de repente de un grito, y ella girar su cabeza para ser capturada en su realidad. Así mismo, el talante de Nitza es de lo más peculiar; es como el de aquellas mujeres que provocan temor, ya sea por respeto, ya sea por horror. Me parece de una belleza desopilante.  


                                                                         [2]

Además del saludo que brotó de su boca, recuerdo que habló otras cosas: nos contó a mí y a Barthes, ya sentados a la mesa, descansando de bailar y bebiendo Martini, la historia de su padre: había sido un importante periodista de un semanal financiado por el PC argentino, agregado cultural en Cuba y activista político opositor al régimen. Como es de esperar, Videla lo mandó a matar, en Buenos Aires, por allá a finales de los 70. Cuando se dispuso a contar cómo había sido su muerte, pedí disculpas y me retiré al baño, me tenía un poco harto; en cualquier caso, prudente y educado como soy, no le comenté inmediatamente lo bien merecido que se lo tenía el rojo culiao.
La volví a ver unos años después en la hostal de Öschla. Al parecer tenía algo con Diecz, el guapote que vive aún en una piececita en el segundo piso; pero también la vi con Jorge Malabia, que le arrendaba una de las tantísimas habitaciones a la señora Litty, una vieja usurera, dueña de cuadras completas en Santa María, sepa quién por qué. (En este pueblo miserable cada uno tiene, a su manera, su pequeño delito que guarda recelosamente.) Y así se la pasaban Malabia y Diecz, peloteándosela, o ella peloteándose entre ambos obstinadamente. Me parecían tan sucios, tan promiscuos, y me imaginaba el semen de uno tocando la punta de la verga del otro dentro de su útero, como si no tuviera tiempo entre una y otra para que absorbiera el semen su organismo: la pelirroja debe haber tenido un batido de esperma dentro; me daban asco a reventar. De todas maneras, a pesar de cualquier suposición, Nitza es o era bisexual; lo tengo bien claro: aquella noche en el Chamamé, muy cerca del cierre la vi con una muchacha, un poco gorda, besándose y masajeándose el poto mutuamente. Con Barthes las mirábamos desde nuestra mesa, y me comentaba, con un aire soñador, que aquella mujer era todo un caso. Le pregunté a qué se refería. Me contó que en realidad el padre de Nitza no había muerto, sino que había desaparecido —que para el caso de las dictaduras latinoamericanas es lo mismo—; que ella se inventó una historia acerca de un atentado en contra de su padre, que ella imagina que vio y dejó traumada; pero lo que pasó en realidad es que su padre salió una mañana, publicó una carta abierta en el periódico en el que escribía y después de almuerzo, en los alrededores de la Plaza de Mayo, se le vio por última vez. «A veces es mucho más sano una mentira piadosa, que un misterio sin resolver», terminó Barthes con ese tono que me volvía loco.





[1] Con la “regla” se refiere a la menstruación de la mujer. (N. de la E.)
[2] El retrato en realidad corresponde a la poeta rusa Marina Tsvietáieva a los 33 años, en París, 1925 (N. de la E.)

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