jueves, 19 de noviembre de 2015

RODEZ/ CASA DE REPOSO de Ximena Rivera




      Caminando por Viña suelo recurrir a la librería Altazor, no porque me quiera llevar un libro, sino porque hay allí un ser inaudito y parlanchín que suele darme algunos datos que no me defraudan jamás. Eso mismo ocurrió hoy en que me nombró a esta poeta. Fue en realidad así, siendo obsesivamente literal: primero me dijo su nombre, luego que su poesía era de las mejores de la década antes pasada en la región, y finalmente, como el detalle que todo sentencia: que se había vuelto loca. Sería demasiado simplista decir, claro, ella se volvió loca (aunque volverse loco dudo que sea un acontecimiento susceptible de comprobación, más bien, la gente ya no aguanta más) y escribió esto como un Antonin Artaud, como una Pizarnik, como un L. M Panero; por el contrario, sería más didáctico y honesto utilizar la fórmula de Sartre para estas cuestiones: Paul Valéry es un pequeño burgués, pero no todos los pequeños burgueses son Paul Valéry. Así mismo: no todos los locos son Artaud, Pizarnik ni Panero. La deuda sigue estando en la valentía y en el rigor del oficio.
          El siguiente texto lo encontré colgado en la red, y los créditos por él, si los hay, son de Gladys Mendía quien los seleccionó de un inédito aún de Ximena Rivera.







I

Los dolores se suceden y se repiten en Pompeya con una monotonía abisal.
Te diré que llegar aquí es difícil, hay una suerte de tiranía en el acceso. No sé cómo lo hice, las coordenadas cardinales y geográficas no las sé, pero sé el camino, cómo me conduje aquí.
Llegas a una especie de avenida, y a la gente de ese lugar le fluye algo por los ojos que no logro definir.
Lo que fluye no es una luz blanca, ni fluye un alma fuera en esos ojos: si al menos fuera un esbozo de sonrisa, no me daría ahora escalofríos el pasto que se quema en los inviernos, aquí.
La verdad de lo que fluye en este lugar es más bien la imagen de una boca, una boca desdentada que te besa, te da terror y te sostiene.


 ***

¿Por qué los ancianos y los enfermos son una carga hoy para nosotros? Algo que no nos interesa, que no es asunto nuestro.
Los niños son también una dificultad, pero de otra factura, ya que sabemos que son la carne fresca que llevará nuestro pasado marcado a fuego en la memoria.
No sé cómo llegamos a esto, pero un poeta comentaba que no sabía de dónde venía la tristeza, y le preguntaba a un dios natural por ella.
Para mí la tristeza viene de Pompeya, y es una tristeza indiferente, como un amante estático con un cuerpo inerte y una sonrisa suburbana.


***

La casa es de madera, es más bien una hilera de medias aguas en un sitio rodeado de palos con enredaderas que ficcionan una reja. El dinero es importante aquí, lo percibo por sus necesidades, y la gente me parece buena.
En el umbral de la pequeña sala no sé si sigo viva, nadie me contiene en su memoria, por lo cual hago un trato ventajoso –y por otra parte, el pacto lo hago con mi corazón y mi memoria.
Un detalle perturbador: ellos creían que iba a dejar ahí a alguien enfermo o anciano de mi familia. Luego, reflexioné que ni siquiera a mi padre dejaría en este lugar, ya que busqué el último rincón en el que yo podría quedarme.
Y me di cuenta que la casa de reposo, literalmente, es una barraca militar en el vacío: horarios, deberes, esperas y abusos.
Ya me busqué un lugar que representara una madre maligna, una madre abusadora desde el primer día, para poder vivir.
¿Lo crees?
Luego, en mis noches de insomnio, crecía y crecía la percepción de que había un dios en aquella casa, que me seducía pobremente a pasar ese umbral.
No pretendo que este escrito te guste, pero en esta casa, te guste o no, se anuda Chile y nuestro destino –con su dios feo, ese dios de tantos chilenos–, que me grita en este instante: «entra, te quedarás».


***

En esta casa hay algo simétrico, algo pendular: si te mueves un poco hacia la izquierda, alguien se mueve a la derecha.
Es algo inconsciente, sabes, casi un reflejo. Somos enfermos, claro: estamos imposibilitados de recordar nuestro origen con claridad, y lo que queda como residuo es dejarse llevar por este espacio, y de múltiples maneras cumplir con los horarios.
Yo, por mi parte, tengo la noción de que recordando tendré un poco de sanía, pero recordar siempre ha sido decir la verdad, y no creo que seamos capaces de nombrarla. Si tan sólo esta gente, estos extraños cantaran, pero no, sólo miramos el vacío.
Si sólo existiera aquí un pasajero que trajera un vislumbre, un recuerdo vivo a este lugar, habría esperanza, pero no.
Sólo tenemos aquí la parodia del amor, la parodia de ese caos tan deseado, de esa angustia feliz, como un universo en su plenitud, que nos lleva a un frenesí anclado a un orden.
Pero basta, basta de todo esto. Estoy lejos de toda armonía, de toda serenidad aquí en Pompeya. Siempre vuelvo los ojos en torno mío, y he sentido ahora una monstruosa, una indescifrable apariencia, rodeada, sitiada por otras apariencias, tan incomprensibles: todo tan feroz, tan desgraciado, quizá como yo misma.





III

A la manera de Antonin Artaud -el momo-, soy una imbécil, porque mi pensamiento es estrecho y corto: mi pensamiento no sucede. Acá hay horarios de visita. Se rompe la monotonía, pero en la casa no sabemos si esta ruptura es algo positivo o negativo. Por ejemplo, me visitan chicos de alguna comunidad cristiana que sólo tienen una imposición de venir, por compasión a la casa de reposo. Pero yo entrego una imposición con respecto a mi pensamiento, por lo cual, sólo alcanzan a ver una especie de espejismo. Y frente a eso, se ponen a pensar en esta imposición, como si todo esto significara la señal de una experiencia privilegiada aquí.
Mi yo se desgaja como un panecillo en la mesa donde ellos comen. ¿Habrán pensado alguna vez por qué no bebo agua en esta mesa?
No estoy triste, no se confundan: yo soy una imbécil y lama fama me encarcela.
Pero pasa que ustedes perciben no sé qué debilidad, no sé qué amorfía en esta aseveración. Debilidad mi ansia de concordancia, mi hipócrita necesidad de ustedes, cuando les represento la angustia y corro a pedirles piedad por las calles.
Por supuesto, ustedes se conocen a sí mismos, claro. Pero yo velo lo que hacen. Es más, todos acá vemos muy bien lo que hacen. Les pregunto, entonces: ¿es que así se acaba la poesía, el lenguaje, los diálogos?
Por otro lado, ellos observan mi cuerpo, mi ajado cuerpo, miran mis ojos, piensan en mí.
¿Piensan en mí? ¿En mí?
Y creen que éste es su privilegio.
Se apropian del privilegio como lo haría un sacerdote o un zapatero. Yo, que hablaba de zapatos frente a ellos, para que ocuparan la palabra privilegio como una prostituta o una verdulera que diera un juicio sobre la realidad, ya que ellos ocupan todo su quehacer verbal para no salir nunca del círculo del verbo.
En esto percibo una sombría sombra que avanza. Me agobian, tanto como yo los agobio a ellos.
Pero me pregunto: ¿qué ven cuando me ven?
¿Ven acaso el desequilibrio, este aplanamiento, estas ausencias, este hundimiento en la realidad? Me pregunto:
¿Qué ven cuando me ven?



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