jueves, 26 de noviembre de 2015

FLUYAN MIS LÁGRIMAS, DIJO EL POLICÍA/ NOSOTROS LOS EXPLORADORES de Philip K. Dick




Por cuestión de espacio seré breve y me saldré por la tangente: de Philip K. Dick hay que leerlo todo, absolutamente todo y, si es posible, en orden cronológico. Sus primeras novelas pueden tratarse de meros divertimentos de adolescente con acné, y sin embargo están contenidas en ellas ya las grandes teorías y los más extraordinarios y dementes juegos mentales dickianos. Luego la literatura surge a borbotones de donde se lea, su prosa y sus diálogos geniales serán del gusto inevitable del público. Ya en su última etapa viene lo que se ha denominado mesianismo, las novelas ya no de ciencia ficción específicamente, sino historias con tramas de alto contenido filosófico y esotérico, autobiografías en clave, y obras maestras, por supuesto, de la literatura norteamericana, y anglosajona, junto con J.G. Ballard. Este pequeñito cuento, que me parece está contenido en el volumen III de sus Cuentos Completos, publicados por Minotauro en español, condensa a su modo los grandes temas dickianos, y cómo no, su mejor prosa, rápida, efectiva, con diálogos como de películas baratas, y por lo mismo, divertidísimos.
Oremus.









NOSOTROS LOS EXPLORADORES
Philip K. Dick



—Caramba —dijo Parkhurst con voz entrecortada, sintiendo un hormigueo de excitación en su rostro enrojecido—. Acercaos, muchachos. ¡Mirad!
Se amontaron alrededor de la pantalla del visor.
—Allá está —dijo Barton. El corazón le latía de forma extraña—. Tiene un aspecto magnífico.
—Ya lo creo que tiene buen aspecto —corroboró Leon. Temblaba—. Digamos que…. puedo distinguir Nueva York.
—Y una mierda.
—¡Sí que puedo! La parte gris. Junto al agua.
—Eso ni siquiera son los Estados Unidos. Estamos mirándolo boca abajo. Eso es Siam.
La nave se desplazaba velozmente por el espacio, los escudos anti meteoros aullaban. Por debajo, el globo verde-azulado iba creciendo. Las nubes se movían a su alrededor, ocultando los continentes y los océanos.
—Nunca pensé que volvería a verla —dijo Merriweather—. Os juro que creí que estábamos atrapados aquí arriba —su cara se contrajo— Marte. Ese maldito desperdicio rojo. Sol, moscas y ruinas.
—Barton sabe reparar jets —dijo el Capitán Stone—. Puedes darle las gracias.
—¿Sabes qué es lo primero que voy a hacer cuando esté de vuelta? —chilló Parkhurst.
—¿Qué?
—Ir a Coney Island.
—¿Por qué?
—Por la gente. Quiero volver a ver gente. Montones. Idiotas, sudorosos, ruidosos. Helados y agua. El océano. Botellas de cerveza, cajas de leche, servilletas de papel.
—Y chicas —dijo Vecchi, con los ojos brillándole.
—Mucho tiempo, seis meses. Iré contigo. Nos sentaremos en la playa y miraremos a las chicas.
—Me pregunto qué clases de bañadores usan ahora —dijo Barton.
—¡Puede que no usen ninguno! —gritó Parkhurst.
—¡Hey! —gritó Merriweather— Voy a volver a ver a mi esposa —se quedó aturdido de repente. Su voz se redujo a un susurro—. Mi esposa.
—Yo también tengo esposa —dijo Stone, con una amplia sonrisa—. Pero me casé hace mucho —Después pensó en Pat y en Jean. Un dolor punzante le agarrotaba la traquea—. Apuesto a que han crecido mucho.
—¿Crecido?
—Mis hijos —murmuró Stone con voz ronca.
Se miraron unos a otros, seis hombres, andrajosos, con barba, con ojos brillantes y febriles.
—¿Cuánto tiempo? —dijo Vecchi en voz muy baja.
—Una hora —afirmó Stone—. Estaremos abajo en una hora.

La nave chocó contra el suelo con un golpe que les tiró de narices al suelo. La nave iba dando tumbos muy deprisa, con los retropropulsores de los frenos chirriando, atravesando las rocas y destrozando el suelo. Hasta que se detuvo, con el morro enterrado en una colina.
Silencio.
Parkhurst se levantó tambaleándose. Se agarró a la barra de seguridad. Le chorreaba sangre de un corte sobre uno de sus ojos.
—Estamos abajo —dijo.
Barton se agitaba en el suelo. Gruñó, se puso de rodillas hacienda un esfuerzo. Parkhurst le ayudó.
—Gracias. Estamos...
—Estamos abajo. Estamos de vuelta.
Los retropropulsores se habían apagado. El ruido había cesado... sólo se oía el suave goteo de los fluidos de la pared que rezumaban hasta el suelo.
La nave era un revoltijo de metal. El casco estaba partido en tres trozos. Se había doblado hacia adentro, combado y retorcido. Había papeles esparcidos e instrumentos destrozados por todos lados.
Vecchi y Stone se levantaron despacio.
—¿Esta todo bien? —Stone masculló, frotándose el brazo.
—Échame una mano —dijo Leon—. Me he retorcido el maldito tobillo o algo.
Se levantaron. Merriweather estaba inconsciente. Le reanimaron y le pusieron de pie.
—Estamos abajo —repitió Parkhurst, como si no pudiera creerlo—. Esto es la tierra. Estamos de vuelta ¡vivos!
—Espero que las muestras estén bien —dijo Leon.
—¡Al diablo con las muestras! —gritó Vecchi exaltado. Se puso a trabajar frenéticamente en los tornillos de la parte izquierda, destornillando la pesada cerradura de la escotilla—. Salgamos y demos un paseo por los alrededores.
—¿Dónde estamos? —preguntó Barton al Capitán Stone.
—Al sur de San Francisco. En la península.
—¡San Francisco! Hey ¡podemos coger los tranvías! —Parkhurst ayudó a Vecchi a destornillar la escotilla—. San Francisco. Una vez pasé por aquí. Tienen un parque grande. El Golden Gate Park. Podemos ir a la feria.
La escotilla se soltó, abriéndose completamente. La charla cesó repentinamente. Los hombres echaron un vistazo afuera, parpadeando debido a la blanca y cálida luz solar.
Abajo, un verde campo se extendía a lo lejos. Las colinas se erguían puntiagudas en la distancia, en el aire cristalino. Abajo, unos cuantos coches circulaban por una autopista, se veían como puntos diminutos, brillando al sol. Postes de teléfono.
—¿Qué sonido es ése? —dijo Stone, escuchando con atención.
—Un tren.
Venía de las vías lejanas, expulsando humo negro por la chimenea. Un suave viento recorría el campo, moviendo la hierba. Más allá, a la derecha, había una ciudad. Casas y árboles. La marquesina de un teatro. La típica gasolinera. Pequeñas tiendas junto a la carretera. Un motel.
—¿Crees que alguien nos ha visto? —preguntó Leon.
—Deben de habernos visto.
—Nos tuvieron que oír —dijo Parkhurst—. Hicimos un ruido de mil demonios cuando chocamos contra el suelo.
Vecchi dio un paso hacia el campo. Movió los brazos aparatosamente, completamente estirados.
—¡Me estoy cayendo!
Stone se rió.
—Te acostumbrarás. Hemos estado en el espacio demasiado tiempo. Venga —saltó hacia abajo—. Empecemos a caminar.
—Hacia la ciudad —Parkhurst se puso a su lado— Puede que nos den de comer gratis... Qué diablos ¡champán! —hinchó el pecho bajo el uniforme andrajoso—. Héroes que regresan. Las llaves de la ciudad. Un desfile. Una banda militar. Carrozas con damas.
—Damas —gruñó Leon.
—Estas obsesionado.
—Claro —Parkhurst avanzaba por el campo y los otros le seguían formando hilera— ¡deprisa!
—Mira —le dijo Stone a Leon—. Allí hay alguien. Observándonos.
—Muchachos —dijo Barton.
—Un grupo de muchachos —se rió con ganas—. Vamos a saludarles.
Se dirigieron hacia los muchachos, andando entre la alta hierba del fértil suelo.
—Debe de ser primavera —dijo Leon—. El aire huele como en primavera —Aspiró el aire profundamente—. Y la hierba.
Stone calculó.
—Es el nueve de abril.
Apresuraron el paso. Los chicos estaban parados, observándolos, silenciosos e inmóviles.
—¡Hey! —gritó Parkhurst—. ¡Estamos de vuelta!
—¿Qué ciudad es esta? —gritó Barton.
Los chicos se quedaron mirando, con los ojos muy abiertos.
—¿Hay algún problema? —murmuró Leon.
—Nuestras barbas. Tenemos un aspecto horrible —Stone colocó la manos a los lados de la boca para amplificar el sonido—. ¡No tengáis miedo! Hemos vuelto de Marte. El vuelo en cohete. Hace dos años ¿os acordáis? El pasado Octubre hizo un año.
Los chicos miraban fijamente, con caras blancas. De repente se dieron la vuelta y huyeron. Corrían frenéticamente hacia la ciudad..
Los seis hombre miraban como se marchaban.
—Qué diablos —murmuró Parkhurst, desconcertado—. ¿Qué ocurre?
—Nuestras barbas —Stone repitió preocupado.
—Algo va mal —dijo Barton, débilmente. Empezó a temblar—. Algo muy malo está pasando.
—¡Cállate! —dijo Leon bruscamente—. Son nuestras barbas. —Arrancó de un tirón un trozo de su camisa—. Estamos sucios. Vagabundos mugrientos. Vamos —comenzó a caminar en la misma dirección que los chicos, hacia la ciudad—. Vamos. Probablemente un coche especial ya esté de camino hacia aquí. Vayamos a su encuentro.
Stone y Barton se miraron. Seguían a Leon despacio. Los otros se quedaron rezagados.
En silencio, inquietos, los seis hombres con barba avanzaban por el campo hacia la ciudad.

Un joven sobre una bicicleta se marchó a toda velocidad al verlos acercarse. Unos trabajadores del ferrocarril, que reparaban las vías, tiraron sus palas, y se pusieron a gritar.
Sin reaccionar, los seis hombres vieron cómo se marchaban.
—¿Que es esto? —murmuró Parkhurst.
Cruzaron la vía. La ciudad se encontraba al otro lado. Entraron en una enorme arboleda de eucaliptos.
—Burlingame —dijo Leon, leyendo un cartel. Echaron un vistazo calle abajo. Hoteles y cafeterías. Coches aparcados. Gasolineras. Tiendecillas. Una pequeña ciudad periférica, gente de compras por las aceras. Coches que circulaban despacio.
Salieron de la arboleda. Al otro lado de la calle un encargado de gasolinera les vio.
Y se quedó helado.
Tras un momento, soltó la manguera que estaba sujetando y se fue corriendo bajando por la calle principal, soltando gritos de advertencia.
Los coches se pararon. Los conductores salieron de un salto y se marcharon corriendo. Hombres y mujeres salieron en tropel de los almacenes, y se dispersaron inmediatamente. Se alejaron en manada, con una huida frenética.
En un instante la calle se quedó desierta.
—Dios santo —Stone avanzaba desconcertado— ¿Qué...? —cruzó hasta la calle. No había nadie a la vista.
Los seis hombres caminaron calle abajo, confundidos y en silencio. Nada se movía. Todos habían huido. Una sirena aullaba, con su sonido oscilante. Por una callejuela un coche echó marcha a toda velocidad.
En una ventana de la parte superior Barton vio una cara pálida y asustada. Entonces la persiana fue bajada.
—No comprendo —murmuró Vecchi.
—¿Se han vuelto locos? —preguntó Merriweather.
Stone no dijo nada. Tenía la mente en blanco. Entumecida. Se sentía cansado. Se sentó en el bordillo a descansar, recuperando el aliento. Los otros se sentaron a su alrededor.
—Mi tobillo —dijo Leon. Se apoyó en una señal de stop, con labios contraídos por el dolor—. Tengo un dolor de mil demonios.
—Capitán —preguntó Barton— ¿Qué pasa?
—No lo sé —dijo Stone.
Buscó un pitillo en su bolsillo hecho jirones. Al otro lado de la calle había una cafetería desierta. La gente se había ido corriendo. Todavía había comida en la barra. Una hamburguesa se achicharraba en una sartén, el café hervía en una cafetera de cristal sobre un quemador.
En la acera había comestibles saliéndose de las bolsas que habían soltado los aterrorizados compradores. Se oía el motor de un coche abandonado.
—¿Y bien? —preguntó Leon— ¿Qué hacemos?
—No lo sé.
—No podemos simplemente…
—¡No sé! —Stone se puso de pie. Cruzó y entró en la cafetería. Le observaban mientras se sentaba en una silla de la barra.
—¿Qué hace? —preguntó Vecchi.
—No sé —Parkhurst siguió a Stone y entró en la cafetería—. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy esperando a que me atiendan.
Parkhurst agarró torpemente a Stone por el hombro.
—Vamos, Capitán. Aquí no hay nadie. Todos se han ido.
Stone no dijo nada. Se sentó en una silla de la barra, con el rostro ausente. Esperando pasivamente a que le atendieran.
Parkhurst salió de nuevo.
—¿Qué diablos ha ocurrido? —le preguntó a Barton—. ¿Qué les pasa a todos?
Un perro con manchas apareció y empezó a olisquear. Paso de largo, tenso y alerta, olfateando con recelo. Se marchó deprisa por una bocacalle.
—Rostros —dijo Bart.
—¿Rostros?
—Nos están observando. Allí arriba —Barton señaló un edificio— Escondidos. ¿Por qué? ¿Por qué se esconden de nosotros?
De repente Merriweather se puso tenso.
—Algo se acerca —se giraron ansiosos.
Calle abajo dos sedanes negros daban la vuelta a la esquina, dirigiéndose hacia ellos.
—Gracias a Dios —murmuró Leon. Se apoyó en la pared de un edificio—. Aquí están.
Los dos sedanes se detuvieron junto al bordillo. Las puertas se abrieron. Unos cuantos hombres bajaron, rodeándolos en silencio. Bien vestidos. Con corbatas y sombreros, y largos abrigos grises.
—Soy Scanlan —dijo uno—. FBI.
Era un hombre mayor de pelo gris acero. Con tono cortante y frío. Estudió a los cinco atentamente.
—¿Dónde está el otro?
—¿El Capitán Stone? Allí adentro —Barton señaló la cafetería.
—Sacadle aquí afuera.
Barton entró en la cafetería.
—Capitán, están fuera. Vamos.
Stone le acompañó, de vuelta al bordillo.
—¿Quiénes son, Barton? —preguntó con voz entrecortada.

—Seis —dijo Scanlan, asintiendo. Hizo un gesto a sus hombres con el brazo— OK. Esto es todo —los hombres del FBI se acercaron, haciendo que se juntaran en la fachada de ladrillo de la cafetería.
—¡Esperad! —gritó Barton de forma estridente. La cabeza le daba vueltas—. ¿Qué… qué está pasando?
—¿Qué es esto? —exigió saber Parkhurst con un tono de reprobación. Le caían lágrimas por el rostro, manchándole las mejillas—. Díganoslo, por el amor de Dios.
Los hombres del FBI tenían armas. Las sacaron. Vecchi retrocedió, levantando las manos.
—¡Por favor! —gimió—. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué está ocurriendo?
Una esperanza repentina nació en el pecho de Leon:
—No saben quienes somos. Creen que somos comunistas —se dirigió a Scanlan—. Somos la expedición Marte-Tierra. Me llamo Leon. ¿Lo recuerda? El último Octubre hizo un año. Estamos de vuelta. Hemos vuelto de Marte —su voz se iba apagando. Les pusieran las armas cerca. Mostrándoles las bocas de los cañones, habían traído hasta tanques.
—¡Estamos de vuelta! —Merriweather dijo con voz ronca—. ¡Somos la expedición Marte-Tierra, de regreso!
La cara de Scanlan era inexpresiva.
—Eso suena bien —dijo fríamente—. Sólo que la nave se estrelló y explotó cuando llegó a Marte. Ningún miembro de la tripulación sobrevivió. Lo sabemos porque enviamos un equipo de robots recuperadores y trajeron los cadáveres de regreso... seis en total.
Los hombres del FBI abrieron fuego. Echaron Napalm abrasador en la dirección de las seis figuras con barba. Se echaron hacia atrás, y después las llamas les alcanzaron. Los hombres del FBI vieron como las seis figures se incineraban, y luego apartaron la vista. No pudieron soportar la visión de la seis figuras retorciéndose, pero podían oírlas. No era que disfrutaran oyéndolo, pero permanecieron allí, esperando y observando.

Scanlan le dio una patada a los fragmentos achicharrados.
—No era fácil estar seguro —dijo—. Posiblemente aquí sólo hay cinco... pero no vi huir a ninguno de ellos. No tenían tiempo. —Al presionar con el pie, un pedazo de ceniza se desprendió; se fragmentó en partículas que todavía humeaban y hervían.
Su compañero Wilks tenía la mirada fija en el suelo. Era nuevo en esto, todavía no se podía creer lo que había visto hacer al napalm.
—Yo —dijo—. Creo que me vuelvo al coche —murmuró, apartándose de Scanlan.
—No es completamente seguro que esto se haya terminado —dijo Scanlan, y luego vio el rostro del joven—. Sí —dijo—, ve y siéntate.
La gente empezaba a aparecer en las aceras. Mirando a hurtadillas desde puertas y ventanas.
—¡Les han pillado! —gritó un chico con excitación—. ¡Han pillado a los espías del espacio!
Gente con cámaras sacaron fotos. Aparecieron curiosos por todos lados, caras pálidas, de ojos saltones. Boquiabiertos de asombro ante la indiscriminada masa de ceniza achicharrada.
Le temblaban las manos, Wilks se arrastró hasta el coche y cerró la puerta tras de sí. La radio zumbaba, y la apagó, sin querer oír ni decir nada al respecto. En la entrada de la cafetería, permanecían los hombres con abrigo gris del Departamento, hablando con Scanlan. En breve unos cuantos se marcharon a paso rápido, giraron por la esquina de la cafetería y subieron por el callejón. Wilks vio cómo se marchaban. ¡Qué pesadilla, pensó.
Al volver, Scanlan se agachó y metió la cabeza en el coche.
—¿Te sientes mejor?
—Algo mejor —al poco le preguntó— ¿Cuál es ésta, la vigésimo segunda vez?
—Vigésimo primera —respondió Scanlan—. Cada dos meses... los mismos nombres, los mismos hombres. No te digo que acabarás por acostumbrarte. Pero al menos no te sorprenderás.
—No veo ninguna diferencia entre ellos y nosotros —dijo Wilks, hablando abiertamente— fue como quemar a seis seres humanos.
—No —dijo Scanlan. Abrió la puerta del coche y se sentó en el asiento trasero, detrás de Wilks—. Solamente parecían seis seres humanos. Esa es la cuestión. Eso es lo que quieren. Eso es lo que intentan. Sabes que Barton, Stone, y Leon...
—Lo sé —interrumpió—. Alguien o algo que vive en algún sitio allí afuera vio su nave bajar, los vio morir, e investigó. Antes de que llegáramos allí. Y comprendieron lo bastante como para continuar, lo bastante para darles lo que necesitaban. Pero —hizo un gesto—. ¿no hay nada más que podamos hacer con ellos?
Scanlan continuó:
—No sabemos lo suficiente sobre ellos. Sólo esto, nos están enviando imitaciones, una y otra vez. Intentando colarse entre nosotros —su cara se puso rígida, reflejando desesperación.
—¿Están locos?
—Puede que sean tan distintos que el contacto no sea posible. ¿Creen que todos nos llamamos Leon y Merriweather y Parkhurst y Stone? Esa es la parte que me deprime... O quizás es nuestra oportunidad, el hecho de que no entiendan que somos seres individuales. Imagínate cuánto peor sería si en algún momento crearan un… lo que sea... una espora... una semilla. Algo distinto de esos seis pobres desgraciados que murieron en Marte... algo que no supiéramos que era una imitación...
—Tienen que tener un modelo —dijo Wilks.
Uno de los hombres del Departamento hizo una señal con el brazo, y Scanlan salió como pudo del coche. Enseguida estuvo junto a Wilks.
—Comentan que sólo hay cinco —informó—. Uno huyó; creen que lo vieron. Está mal herido y no puede moverse deprisa. El resto de nuestros hombres van tras él, quedaos aquí, mantened los ojos abiertos. —Caminó hasta el callejón donde estaban los demás hombres del Departamento.
Wilks encendió un pitillo y se sentó, apoyando la cabeza en el brazo. Mimetismo... todos se asustaron. Pero ¿Realmente había intentado alguien establecer contacto?
Dos policías aparecieron, apartando a la gente de ese lugar. Un tercer Dodge negro, repleto de hombres del Departamento se detuvo junto a la cuneta y los hombres bajaron.
Uno de los hombres del Departamento, al que no reconoció, se acercó al coche.
—¿No tienes la radio encendida?
—No —dijo Wilks. La volvió a encender con un movimiento brusco.
—Si ves a uno, ¿sabes cómo matarlo?
—Sí —aseguró.
El hombre del Departamento volvió con su grupo.
Si dependiera de mí, se preguntó Wilks, ¿qué haría yo? ¿Intentar averiguar lo que quieren? Cualquier cosa que se parezca tanto a un humano, se comporte de un modo tan humano, debe de sentirse humano... y si ellos —sean lo que sean— se sienten humanos, ¿no podrían llegar a ser humanos, con el tiempo?
Desde el borde de la multitud, una forma individual se separó de la gente y se dirigió hacia él... vacilante, la forma se detuvo, meneó la cabeza, se tambaleó y recuperó el equilibrio, y después adoptó una postura igual que la de la gente que encontraba en las inmediaciones. Wilks lo reconoció porque había sido entrenado para tal fin, durante varios meses. Había conseguido ropas distintas, unos pantalones de sport y una camisa, pero la había abrochado mal, y tenía un pie descalzo. Evidentemente no conocía ese tipo de calzado. O, pensó, puede que estuviera demasiado confuso y herido.
A medida que se acercaba a él, Wilks levantó su pistola y le apuntó al estómago. Le habían enseñado a disparar a esa parte del cuerpo; había disparado, en el campo de entrenamiento de tiro, a una silueta dibujada, una tras otra. Justo en el medio... partiéndola en dos, como a un bicho.
En su cara, la expresión de sufrimiento y de desconcierto se acentuó mientras veía a Wilks prepararse para dispararle. Se detuvo, colocándose justo enfrente, sin hacer ningún movimiento para escapar. Entonces Wilks pudo ver que tenía unas quemaduras horribles; de todos modos no iba a sobrevivir.
—Tengo que hacerlo —dijo.
Se quedó mirando a Wilks, y entonces abrió la boca y comenzó a decir algo.
Wilks disparó.
Antes de que pudiera hablar, había muerto. Wilks se apartó cuando el cuerpo cayó de bruces y se quedó tirado junto al coche.
No hice lo que debía, pensaba para sí mientras miraba el cuerpo tendido. Disparé porque tenía miedo. Pero tenía que hacerlo. Aunque estuviera mal. Había venido para infiltrarse entre nosotros, imitándonos para que no lo reconociéramos. Eso es lo que se nos dice, tenemos que creer que están conspirando contra nosotros, no son humanos, y nunca serán nada más que eso.
Gracias a Dios, pensó, todo se ha acabado.
Y entonces recordó que no era cierto que todo se hubiera acabado.

Era un día cálido de verano, a finales de Julio.
La nave aterrizó con un rugido, levantó la tierra en un campo arado, atravesó una valla destrozándola, al igual que una cabaña y finalmente se detuvo junto a un barranco.
Silencio.
Parkhurst se puso de pie tembloroso. Agarró la barra de seguridad. Le dolía el hombro. Meneó la cabeza, confuso.
—Estamos abajo —dijo. Su voz aumentó de tono sobrecogido por la excitación— ¡Estamos abajo!
—Ayúdame a levantarme —pidió el Capitán Stone con voz entrecortada. Barton le echó una mano.
Leon se sentó limpiándose un hilito de sangre del cuello. El interior de la nave era un auténtico desastre. La mayoría del equipo estaba destrozado y esparcido por todos lados.
Vecchi se dirigió a la escotilla con paso vacilante. Con dedos temblorosos, comenzó a desenroscar los pesados tornillos.
—Bien —dijo Barton— estamos de vuelta.
—Casi no puedo creerlo —murmuró Merriweather. La escotilla se aflojó y rápidamente la apartaron—. No parece posible. La vieja Tierra.
—Hey, escuchad —dijo Leon con voz entrecortada, mientras se encaramaba para salir dando un salto hasta el suelo—. Que alguien coja la cámara.
—Es ridículo —dijo Barton, riéndose.
—¡Cógela! —gritó Stone.
—Sí, cógela —dijo Merriweather—. Como habíamos planeado, si volvíamos. Un documento histórico, para los libros de texto de los colegios.
Vecchi se puso a hurgar entre los escombros.
—Creo que está rota —dijo. Sostenía la cámara abollada.
—Puede que aún funcione —dijo Parkhurst, jadeando por el esfuerzo de seguir a Leon afuera—. ¿Cómo vamos a salir los seis en la foto? Alguien tiene que apretar el botón.
—La programaré con el temporizador —dijo Stone, cogiendo la cámara y programando el mecanismo—. Todos en posición —Apretó el botón, y se unió a los otros.
Los seis hombres con barba y andrajosos estaban de pie junto a su nave destrozada, cuando la cámara disparó. Contemplaban los verdes campos a lo lejos, sobrecogidos y en silencio. Se miraban unos a otros, con ojos brillantes.
—Estamos de vuelta! —gritó Stone—. ¡Estamos de vuelta!






Philip K. Dick (1928-1982, EE.UU.) fue un escritor encasillado en la variante de la ciencia-ficción denominada cyber-punk, como también, por Harlan Ellison, en la ficción especulativa. La paranoia, la realidad virtual, la ucronía, la victoria decadente de la tecnología sobre la naturaleza, son parte de los temas tratados en su novelística. Siempre al borde de la locura, escribió sus tres últimas obras inspirado en lo que él denominó 3/2/74, su primer contacto con la VALIS, una suerte de inteligencia suprema que permitía ver tanto el futuro como el pasado (deliró ser un romano del siglo I). Entre sus obras más destacadas encontramos: El hombre en el castillo (1962), Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1965), Ubik (1969), Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (1974) y la trilogía VALIS compuesta de VALIS, La invasión divina (ambas de 1981) y La transmigración de Timothy Archer (1982).






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