martes, 3 de noviembre de 2015

EL CAUTIVERIO






Ocultos murciélagos. Los besos.
Una luna mugiendo a las colosales vacas
y algo que se escurre por los tocones alados:
un fango inmundo de siglos de diluvio.
¡Tantos diluvios, sucesos!

Así y todo,
bebés lloran a medianoche,
y en cuanto mi corazón se sumerge
en la noctámbula friolenta,
algo del amor,
del infinito amor,
se cuelga y se mece,
como blanca niña perdida
en el bosque. El terror.
Las nubes nocturnas,
que levitan como pupilas de virgen.

Y en la desembocadura de todos los ríos,
y de todas la humedades,
muchachas desnudas danzan
con sus alegres tetas al aire.
Se abre hacia el atardecer,
como en una invasión de luciérnagas,
la cola del Fénix.

Y germinar a mis amantes en la asfixia,
en su huevo, ósea,
erótica paciencia de Dios,
diseñador de cuerpos,
cada tierno cuerpo que se fornica
en el estío de sus épocas,
en la adolescencia impune,
sanamente, como una monja y un lirón
sobrepuestos sobre la tela
de un pintor renacentista,
sudado y sordo. Museos ciegos.
Larvas.

Muchachas desnudas mirando las estrellas,
Esto es, y agitando sus piernas,
examinándose entre ellas
sus vaginas, sus clítoris;
olfateándolos, lamiéndolos,
midiendo con sus manos sus pechos,
confirmando la firmeza de sus culos,
para después de esto y sólo esto,
echarse a nadar hacia la Aurora:

La cola del Fénix,
mi hedor,

¡mi peste de hermosura!





Valparaíso, 2013



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