viernes, 13 de noviembre de 2015

LAS JUVENTUDES NIETZSCHEANAS/ Fragmento de N.D.S.









Fueron al 169 Bar, cruzando Chinatown, frente al Seward Park. Era un lugar, a pesar del sol, muy nublado, la sombra abundaba; no obstante la compensaban unas pantallas de luz de colores vivaces y cuadros abstractos de los mismos tonos. Fueron también Dave Oliphant y un muchacho de ojos tristes, que hablaba como si estuviese persistentemente drogado y que, para variar, era chileno e —¡imagínense!— novelista. Había publicado recientemente en su país una nouvelle diminuta (lo que podría decirse pequeña pequeñísima, casi cuentito) que tituló oportunamente Haiku. Estaba de paso por los Estados Unidos gestionando su traducción al inglés. Se llamaba Alex Samsa. Creo que fue Treepine quien haciéndose el gracioso le preguntó, después las presentaciones pertinentes, si era pariente de Gregor Samsa, pero el muchacho al parecer no tenía mucho sentido del humor, pues no le hizo señal alguna en correspondencia y el chiste —sin gracia, por lo bajo— quedó por tanto en la barra como un gas que los sumió en un silencio incómodo, del que despertaron cuando se acercó el camarero a tomarles el pedido. El Camarero lo contemplaba, disipado, recordando el escarnio de hace poco más de un año cuando cumplía los mismo menesteres en un restaurant de comida mexicana, no muy lejos de allí, sólo a unas cuadras, en el Benny’s Burritos. Se reía para sus adentros de lo que pensaba era su oficio en aquel entonces, sin ánimos de ser irónico: «trabajar para morirse de hambre», se oraba todas las mañanas como obligándose a echarse a morir. No podía creer que en un año pasaran tantas cosas, al fin estaba viviendo de lo que amaba, y este pensamiento le colmó el cerebro y los testículos de un cosquilleo eléctrico que quizás fuera la señal de la vuelta de su creatividad. Pero por otro lado sintió lástima de aquel pobre camarero de mostachos y humita, con cara de loco.
—Buenísimas tardes, ¿qué desean los señores? —les preguntó como cantando.
—Yo un White Russian con harta leche o crema, por favor — le dijo Oliphant.
—Sí, sí, le echamos nata, señor —Oliphant lo aprobó con un movimiento de cabeza— ¿y el señor? —le preguntó a Treepine.
—Yo quiero una cerveza  
—Tenemos Budweiser, Boxer, Bear Beer, Duff…
—Una Bear Beer está bien —le indicó Treepine interrumpiendo la enumeración.
—Yo también —se apresuró a decir el Camarero.
—Y el muchacho, ¿qué desea? —le preguntó a Alex Samsa.
—Yo quiero un café —todo el resto de comensales desvió su mirada pensando quizás: ¡qué ser más aborrecedor!
—Café expresso, capuccino, latte machiato, barraquito, con agua mineral con gas, con ajenjo, con ron, con whisky —enumeró magistralmente el camarero meneando su mostacho. El Camarero tuvo la mínima esperanza de que dijera “con whisky”.
— Un latte machiato —terminó frugal.
—¡Okay! —dijo el camarero dándose una media vuelta danzarinamente, en dirección al otro extremo de la barra, donde había otro tipo con mostacho batiendo una bebida en su coctelera, con cara de hastío.
En el bar además de ellos había un grupito de muchachos muy chillones sentado en una de las mesas del rincón. El Camarero, reconcentrado en los movimientos del camarero, no se percató de algo inusual en ellos. Treepine, en sus característicos susurros y dándole un codazo para que le escuchara, le señaló que los muchachos de la otra mesa tenían todos mostacho. Entonces dio vuelta su cabeza y los miró. En efecto, todos llevaban mostacho, y estaban dispuestos en la mesa como a la espera del comienzo de una reunión. Se dedicó un momento a descifrar el cuchicheo, sacó por conclusión que eran artistas, discutían sobre pintura; sobre Cézanne, que Cézanne era tan cursi, que era un frutero, sobre Duchamp era tan flojo, que no hacía nada, que Rimbaud era un gran pintor sin haber tomado en su vida un pincel, que Dalí estaba vivo y que era un esqueleto con un corazón y pulmones, nada más. En eso uno de ellos, que iba vestido de celeste completamente y llevaba puestos unos lentes de sol Rayban rojos, se dirigió a sus compañeros de mesa, de pie en el plató, con un tono novelesco o como de juez dictaminando una condena, se dirigió a todos los presentes en el bar.
—Ya es la quinta asamblea de las Juventudes Nietzscheanas —lo dijo tan fuerte que nadie pudo evitar darse la vuelta para contemplarle— y no hemos llegado a ningún acuerdo, y con perfecta elocuencia deseo deciros que nos sentimos orgullosos de ello, pues es ese nuestro mensaje sulfurosamente nihilista: aquí-no-hay-contrato. El mundo huele a podrido, y en un gesto desesperado nos hemos empeñado en incentivar nuestros impulsos primitivos y en convertirnos en los genuinos materialistas, los únicos materialistas que han pisado este planeta. Y como un ejemplo que se pueda palpar, es decir, ultrajantemente materialista, nuestro amigo aquí presente, Thomas, no hablará en una semana, o sea, no pronunciará palabra alguna en siete largos días, como protesta en contra del lenguaje que tantas penurias ha traído a nuestras relaciones humanas y vitales. Con ello demostraremos, tal como dijo nuestro excelentísimo William Burroughs, que el lenguaje es un virus. El silencio acérrimo funcionará aquí como un aseo profundo del alma, y el resultado tangible será la exagerada dicha que experimentará Thomas luego de una semana de riguroso silencio.
Un tipo de unas cuantas mesas más allá, del que nadie en absoluto había reparado, que tenía como unos cincuenta años y leía el The Herald Tribune, dio un aplauso largo y sonoro sin quitar la vista del periódico. El barman y el otro camarero que se encontraba en la caja sacando cuentas, también aplaudieron. Se escucharon, asi mismo, los reverberantes aplausos del camarero de mostacho que se encontraba dentro de la cocina.
—¡Qué mierda! —dijo Treepine en un susurro carraspeado, mirando a sus acompañantes, con esa peculiar sonrisa sarcástica en su rostro.
Se escuchó finalmente, como un cántico alemán, un amén colectivo, que dio paso a continuar las murmuradas discusiones. Alex Samsa comentó que tal vez se tratara de un happening, a lo que Treepine contestó que lo que él creía más bien era que se trataba de una reunión oficial de un partido político en ciernes, y que el bar era la sede de ese partido. Luego Oliphant intervino, y les dijo que lo más probable es que allí todos llevaran mostacho en homenaje a Nietzsche. Entonces llegaron las bebidas y el café. El camarero con mostachos puso las cervezas frente al Camarero y Treepine, las abrió y regurgitó por sus boquetes un humo glacial. El café, en cambio, parecía espesarse; tenía un sospechoso color fangoso. Samsa le pidió sacarinas, lo que terminó de confirmarles el carácter inaudito de éste.
El Camarero y Treepine ya estaban borrachos a la hora después, Oliphant se había sumido en una aburridísima discusión con Samsa sobre el modo subjuntivo en la prosa de Musil.  Fue cuando el tipo del periódico se paró, fue al wurlitzer y puso un tema de los Dead Kennedys. En la mesa de los jotosos nietzscheanos, muchos tocaban el ritmo en sus rodillas, por debajo de la mesa larga y angosta. En una esquina de ésta se iban acumulando botellas de cerveza: era el rincón de los ebrios, pero su hiperventilación no era notoria aún ya que todos hablaban fuerte y se movían con soltura; entre ellos Thomas, que no podía hablar hasta en una semana más. Thomas, el mudo a voluntad, era negro, pero no del Bronx, sino como algún caribeño inmigrante e ilegal, moreno más bien, y le faltaba un diente. Sus rasgos eran grotescos, pero curiosamente su desplante era como el de un príncipe, sus gestos eran delicados y suaves. Vieron acercarse al camarero de mostacho, ya sin la humita, y sentarse a un lado de Thomas. Se puso a hablarle. Al parecer se conocían de años. Aquel le contestaba sólo con gestos o con frasecitas escritas en servilletas de papel.
La canción de los Dead Kennedys terminó y  el Camarero se puso de pie, fue hasta el wurlitzer y puso una canción de Madonna. Se devolvió cantándola y se sentó. Al parecer el cambio en la música no fue del agrado de los jotosos nietzscheanos, y algunos emitieron unos silbidos. Haciendo caso omiso a la cuestión sorbió de la cerveza de Treepine, y éste en el acto, quitándosela de la boca, le dijo que se comprara una. Entonces Dave Oliphant, que salió de su aletargamiento en forma de conversación con Samsa, como sacado de un bostezo, vino a exponernos su gran último proyecto, cada uno (el Camarero, Treepine) lo escuchó con sus ojos desorbitados: armar una editorial que publicase nada más que nouvelles que no superaran las 150 páginas, ese fuera su límite. Lo demás: los autores, vivos o muertos, en inglés o en otro idioma, no venían al caso. Lo importante es que fueran nouvelles. De que la extensión fuera más reducida no se justificaba por una eventual estrategia comercial para abaratar costos, es más, éstas se presentarían en formato voluminoso, con letras grandes e interlineados espaciosos. Cuando Treepine —que es el más entusiasta en estos asuntos— le preguntó el porqué de su propuesta, dijo algo en lo que al menos él y el Camarero depararon (de Samsa no se podía dilucidar nada, aún): ¿quién no había gozado leyendo The Stranger de Camus o Notes from Underground de Dostoievski publicadas por Vintage Books en aquellas colecciones de hojas gruesas, cuyo encanto, en parte, estaba dado por el tamaño de las palabras, que evocaban la sensación de poder incluso ser paladeadas, cada frase degustada con más ahínco, siguiendo con la yema de los dedos la lectura, como en las plaquette de poesía o las ediciones facsimilares?
Quizás el negocio fuera un completo fracaso, pero al menos el Camarero —a pesar de su estado narcótico— se imaginaba aquellas ediciones de pequeñas obras maestras, obras perfectas en las que no sobraba ni faltaba nada, sin fisuras ni desvaríos, en sus manos, llenándolas de notas, como un cuaderno de viaje, o una carta de amor. Desgraciadamente aquel estado pleno se vio interrumpido porque le vinieron, naturalmente, unas ganas incontenibles de vomitar. Corrió al baño y por poco devuelve todo fuera del wáter. Volvió a la barra con los ojos enrojecidos y pidió otra cerveza. Ya había entrado al nivel lost control. Ya bebida la cerveza a una velocidad abismal, se acercó tambaleante al lado del muchacho artista que iba vestido de celeste y le preguntó, torpe y patético:
—¡Y a mi qué Juventudes Nietzscheanas! ¡Son un chiste! ¿Ah?
—¡Qué dices! —le contestó asi mismo borracho el muchacho de celeste— ¡no tengo por qué estar de acuerdo con lo que digo! —se apresuró, indigno.
Y se levantó de su silla con furia. Treepine fue a contener al Camarero, que ya arrugaba su nariz y le decía entre dientes motherfucker. Los demás tipos con mostachos controlaban al muchacho de celeste, anegado ahora en la silla. En la mesa Treepine le recriminaba su actitud polemista con gente que ni siquiera conocía, le dijo además que no estaba dispuesto a abalanzarse a golpes con cualquiera que anduviera provocando por ahí. Que ya no se haría cargo más de él. El Camarero le devolvió un eructo. 
Sucedía la noche y  todo volvió a sumirse en la calma, poco a poco se fueron retirando los nietzscheanos. El muchacho de celeste, aburrido de las conversaciones trasnochadas de sus congéneres, se acercó a la mesa del Camarero; éste se bebía una sopa y al levantar la vista, de entre humareda que emitía el plato, no había reparado en unas repobladas patillas del muchacho de celeste, que le rebrotaban de las partes anteriores de sus mejillas con estruendo; como las de Pushkin, pensó volviendo un poco a la sobriedad. Le preguntó si podía sentarse, el Camarero estaba más amigable y le hizo un gesto afirmativo, se dispusieron a conversar. Le preguntó su nombre: Charlie Melnick, le contestó el muchacho. Le preguntó luego que cuál era el motivo de que anduviera con los lentes de sol puestos a esas horas, si ya había anochecido. Él le contestó que los lentes de sol, sólo en escasas ocasiones, se usan precisamente para proteger los ojos de los rayos del sol; pero que en realidad también sirven para dar una especie de poder. Ocultar los ojos —le decía Melnick— quiere decir esconderse, y esconderse significa quedar impune ante cualquier incidente. El Camarero salió de su sopor y se enfrascó en una conversación que terminó siendo, en contra de todo lo imaginable, fantástica. A esa altura Alex Samsa deliraba de cafeína, no se podía estar quieto y salía a fumar copiosamente un cigarrillo tras otro a la terraza del bar. Oliphant, por su lado, hacía casi ya una hora que yacía en el baño, víctima de una diarrea fulminante por la cantidad ingente de White Russians ingeridos. Charlie Melnick invitó entonces al Camarero a un canuto, y Samsa, que ya estaba fuera sentado en la banquita del descansillo, se unió a la conversación. El estado letárgico en el que los sumió la marihuana de Melnick favoreció la comunicación con Samsa, quien a pesar del café, persistía en su ánimo tan abstracto. Cuando la etérea sensación comenzó a poblar la lengua y el cerebro de Melnick y el Camarero, Sama soltó una mini conferencia sobre la novela polaca, sobre Gombrowicz en especial, y su Trans-Atlantyk en particular. Daba la impresión de haberse leído todo Gombrowicz, a pesar de manifestar que apenas lo venía conociendo, que estaba enfrascado en esa novelita corta, pero que ya armaba en su cabeza alguna explicación definitiva al por qué ponía palabras tan inusuales en mayúsculas, como la Emily Dickinson. Al Camarero, que en un comienzo lo oyó con sincero entusiasmo, le entraba el sueño, y lentamente se fue retirando del lugar. Excusándose por unas ganas de mear, fue a recoger su abrigo en la barra, y raudamente se condujo hasta la puerta. Sonaba en el wurlitzer una canción de la Annie Lennox. Cogió un taxi y se quedó dormido en el trayecto. El taxista lo despertó tres manzanas más allá de su casa, y sin siquiera decir gracias se bajó del automóvil y caminó de vuelta al 604 de la 44th Street.












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