miércoles, 4 de noviembre de 2015

VIAJAR, PERDER ANTEOJOS/ SERGIO PITOL, MI MAESTRO por Enrique Vila-Matas

        


       Dejo aquí no más que un devoto texto (hay otros mucho mejor acabados y certeros, y por lo mismo más extensos y pesados para un blog) escrito por Enrique Vila-Matas en honor y gracia de su reconocidísimo maestro (y maestro de todos) Sergio Pitol. No le debo, sin embargo, al querido Vila-Matas el conocimiento del octogenario y adolescente escritor mexicano. 
     A Pitol lo leí por primera vez cuando me percaté, casi por casualidad, que en mi biblioteca había un ejemplar de la Trilogía de la Memoria. Recordé que lo había comprado (¡sí, comprado!) en una infame cadena de librerías chilena, sin motivos muy claros, quizás tentado por la ilustración que decoraba la portada (la clásica pintura de La Torre de Babel de Brueghel), o porque entre sus páginas logré identificar largas enumeraciones de autores, cuál más excéntrico, cuál más desconocido para mí. Así pues con estas dos superficiales tentaciones gasté lo que no tenía y me lo llevé. 
       Años después de eso, cuando me lo topé hurgando en mi biblioteca, me hice consciente de lo que había adquirido con tanta ligereza (malas costumbres que ya no me poseen, por cierto: aquel afán tan desmesurado de adquirir libros, de acumularlos y acumularlos, como un cerdo capitalista ejemplar se llenaría los bolsillos.) En fin, como verán los que ya conocen a Pitol, fue un arrebato para no arrepentirse. 
         Al correr de las páginas y, además, por mis tangenciales y fugaces investigaciones respecto del autor por la Wikipedia u otros medios afines, descubrí que este librito, en edición de bolsillo, era en efecto una trilogía, que el título no era una delicadez estética, es decir, que contenía tres libros en uno, tres libros publicados alguna vez en forma separada, y no solamente por mi fetiche editorial Anagrama, sino también por la mexicana Era, y por la española Pre-Textos; esta última, lamentablemente, de precios atroces e inalcanzables. Más emoción me dio la noticia: el dinero gastado en realidad fue una ¿como se dice? inversión. A veces mi intuición me juega malas pasadas, pero esta vez felizmente fue la excepción. 
         Me sumergí entonces en la lectura del primer libro, El Arte de la Fuga, como un hermoso colegial lleno de acné haría leyendo por primera vez a Bukowski, o a Bolaño. Acabé éste y, sin pensármelo dos veces, seguí al trote con el segundo, El Viaje. Ya rendido por entero a él, en un instante inesperado alcé la mirada y me dije: esto es lo que quiero, yo soy otro. Puede parecer cursi, o vagamente esotérico, pero así sucedió en realidad. Me sobrecogió las tripas. Me convertí en otro, en otro tipo de lector me refiero. No había descubierto la dinamita, esto es evidente, pero sí algo bien parecido. 
       Además del estilo, la reflexión en y sobre la literatura, y las diminutas tramas que se entrelazaban como los dedos en las trampas chinas, me llamaba poderosamente la atención que un anciano de casi ochenta años escribiera como un adolescente, como un púber, y no sólo eso, sino que a medida que avanzaba en su producción mejorara su escritura, volviéndose por ello su literatura cada vez más refinada y no menos humorística; erudita y desenfadada; en fin, una delicia que aún saboreo intensamente. 
          A quien no haya leído a Pitol se lo recomiendo de rodillas,. Partan por su deslumbrante novela El Desfile del Amor, y de allí sigan en tropel hasta los últimos títulos, que son los mejores, en especial El Mago de Viena que se parece más a un extraño aparato pronto a explotar o a desaparecer, que a un libro. Como ya no soy más un tentado no caeré en juicios tan sensibleros como decir que se trata de un "clásico moderno"; pero algo si me permito decir con sincera modestia: a Sergio Pitol no sólo lo seguirán leyendo nuestros hijos, nuestros nietos, sino también nuestros bisnietos y, más aún, se seguirá leyendo en otro planetas, o en otras dimensiones, que para el caso sería decir lo mismo.










* * *

        Pienso en las calles recorridas, las que he podido caminar junto a él. Hay calles, callejuelas y callejones transitados en Asjabad, Veracruz, Caracas, París, Aix-en-Provence, Praga, Desvarié y Kabul. Y pienso especialmente en un día de lluvia en Aix-en-Provence, adonde acudimos para homenajear a Antonio Tabucchi. Fue un día que recuerdo por la agresiva lluvia y por la constante pérdida de sus gafas por parte de Sergio; algo esto último nada extraño, pues es ya legendaria su inclinación a perder y luego recuperar sus anteojos.

        Para Villoro, Pitol no busca aclarar sino distorsionar lo que mira. En El arte de la fuga, Pitol nos cuenta que, en su primer viaje a Venecia, allá hacia 1961, extravió los lentes a su llegada, los extravió mientras se preguntaba si hallaría la muerte en Venecia, la muerte en la ciudad de sus antepasados. Muerte y neblina, extravío de anteojos y la fusión compacta de vida con literatura lo encontramos también en otro día de lluvia, en este caso en Mérida, en los Andes venezolanos. Habíamos subido a cuatro mil metros de altura y, al descender a la ciudad, Sergio estaba aterrado porque creía tener la presión muy alta. Entramos en una farmacia y la presión se la tomó un niño de catorce años que ya se veía que no sabía tomarla. «Tiene usted cinco mil cuatrocientos veinte de presión», le dijo el niño. Sergio quedó pálido y sobrecogido. «Debería estar muerto», añadió el niño. «¡Ay!», gritó Sergio, y todavía hoy oigo el eco de algún grito desgarrado en medio de la ciudad andina. Le acompañé a una clínica cercana, donde —para ser fiel a su costumbre— olvidaría sus anteojos.


         En estas anécdotas de días lluviosos del pasado está contenida la silueta de su vida cervantina, pues, como él dice, «todo es todas las cosas». Leyéndole, se tiene la impresión —que me ha perseguido siempre porque a fin de cuentas es mi maestro y lo es por motivos muy altos— de estar ante el mejor escritor en lengua española de nuestro tiempo. Y a quien ahora se pregunte por su estilo, le diré que consiste en huir de esas personas tan terribles que están llenas de certezas. Su estilo es contarlo todo, pero no resolver el misterio. Su estilo es distorsionar lo que mira. Su estilo consiste en viajar y perder países y en ellos perder siempre uno o dos anteojos, perderlos todos, perder los anteojos y perder los países y los días lluviosos, perderlo todo: no tener nada y ser mexicano y al mismo tiempo ser extranjero siempre.

      Hasta sabe inyectarle humor al hecho de ser mi maestro. Cuando después de años de esconderlo confesé finalmente su pleno magisterio, y lo confesé en una entrevista con Raquel Garzón para El País, se produjo un posterior «tira y afloja» entre Pitol y yo, su cordial alumno. Y es que, por algún motivo que se me escapaba, parecía él preferir seguir instalado en esa gran falacia que era creer —así lo aseguraba a todos los amigos, dejándoles tan atónitos como a mí mismo— que el maestro no era él, sino yo. Finalmente, un día —lo recordaré siempre: fue en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México— se plegó a la verdad. El único maestro era él.

          Se había programado en el Palacio un almuerzo al que debían asistir, por rigurosa invitación, el director del centro y las familias de Juan Villoro y Álvaro Enrigue, los dos amigos que habían participado en la presentación de la conferencia que había sido yo invitado a dar allí. La llegada no anunciada e inesperada de Sergio (que había viajado en coche desde Veracruz) hizo que automáticamente él quedara invitado a esa comida. Había otras personas que querían participar también en la comida. Un amigo escritor muy obcecado en lograr quedarse con nosotros y sentarse a nuestra mesa, por ejemplo. Escuché de refilón el diálogo y larga discusión que Sergio mantuvo con ese buen amigo que insistía e insistía en que si Sergio estaba invitado al almuerzo, él también podía estarlo, porque también era amigo mío. Pitol le enumeró con paciencia muchos motivos por los que no podía quedarse. Que estaba cerrada ya completamente la invitación oficial, por ejemplo. Ninguna de las explicaciones satisfacía al escritor obcecado.

     —Pero dime exactamente por qué tú puedes quedarte con nuestro amigo y en cambio yo no, dame una explicación que sea convincente, con una sola me bastará, créeme, pero tiene que ser convincente —insistió el escritor obcecado.

        —Te la voy a dar, es muy sencilla —dijo finalmente Sergio.

        Hizo una pausa y luego dijo, muy concluyente:

        —Porque soy su maestro.





Enrique Vila-Matas, nacido en Barcelona en 1948. Se dio a conocer al gran público como narrador con La Asesina Ilustrada (1977): historia en y sobre un libro que asesina a quien lo leyere; genial relectura del Necronomicón lovecraftiano. Luego le siguieron los notables Historia abreviada de la literatura portátil (1985), donde se da a conocer la ficticia, pero no menos recurrente, conspiración shandy; Suicidios Ejemplares (1991), conjunto de relatos; Bartleby y compañía (2000), una reflexión, a partir del paradójico personaje de Melville, sobre los escritores que han dejado de escribir; El Mal de Montano (2002), andanzas de un "enfermo de literatura". También es un destacado ensayista, siendo El viajero más lento (1992) y Desde la ciudad nerviosa (2000) sus libros más importantes en dicho género. Es miembro de la Orden del Finnegans, grupúsculo de ávidos lectores del Ulysses de Joyce, quienes cada 16 de junio se reúnen en Dublín a celebrar el Bloomsday.






Sergio Pitol nació en Puebla en 1933. En estricto rigor forma parte de la generación del Boom, aunque se haya mantenido un poco al margen. Se desempeñó gran parte de su vida como diplomático del gobierno mexicano en distintos países; conocido es su paso por la Unión Soviética. También ha desempeñado una excepcional carrera de traductor, acercándonos a los lectores hispanoparlantes autores tan indispensables como Gombrowicz, Andrzejewski, Pilniak o Firbank. Su primera etapa "tradicional" comienza con la publicación de un volumen de cuentos, Tiempo Cercado de 1959. Ya a finales de los ochentas y principios de la década de los noventas hace un quiebre en su poética y comienza a publicar textos híbridos, entre ensayos, memorias y mini-relatos. Este nuevo influjo de su literatura se hace más evidente con la publicación de El Arte de la Fuga en 1996. Entre sus obras destacadas encontramos además, El tañido de una flauta (1973), Domar a la divina garza (1988), Vals de Mefisto (1989), La vida conyugal (1991) y El tercer personaje (2014).





2 comentarios:

  1. Excelentes letras. Se percibe un amor a todo y desde todo, como lo supone el texto, pero sobre todo un amor al maestro,que sabe enseñar con el veneno generoso de su literatura. Un abrazo también al discípulo, que fermenta gran escuela desde su hacer escritural. J.Jesús Ávila Zapién

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    1. Gracias estimado. Por el afán de difundir como se merece al maestro Pitol. Gracias por tus comentarios. Sebastian Diecz, Chile

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